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OPINIÓN
Por Ángel Ballesteros
A finales de los 80, Juan Manuel Aniel-Quiroga, uno de nuestros diplomáticos más cultos, escribió un delicioso y profesional, términos no siempre compatibles, opúsculo, La influencia del humanismo en la diplomacia, del que me declaro tributario in extenso por mi continua utilización, y en el 2009, el ministro Moratinos, en su prólogo a la cuarta edición del MAEC de mi libro, hoy agotado, Diplomacia y relaciones internacionales, “ya un clásico entre estudiosos y opositores”, dice: “El Embajador Ángel Ballesteros defiende el sustrato humanista para la diplomacia y para los diplomáticos…”.
Porque como recuerda Aniel-Quiroga, “a todo buen diplomático siempre le ha de ser de aplicación la norma de los clásicos: nada de lo humano le es extraño y el ser humano le sirve de medida para cuanto le rodea”. Y como yo mismo he escrito, “es en el valor básico del humanismo donde se encuentra la clave de lo rescatable de antes y lo incluible de ahora. Es el humanismo el nexo no sólo para el correcto cumplimiento del Pro Patria legatione fungimur tanquam Patria exhortante per nos, sino también para la mejor contribución a la comunidad universal”.
Me inscribía así modestamente en una corriente no demasiado practicada en verdad, pero tan clásica en España que arranca de la introducción del humanismo en el Derecho de Gentes, el Derecho Internacional del que es cofundadora a ese noble título, como tanto repito con el honor que conlleva, y que en los tiempos actuales, con una aceleración histórica sin precedentes y mediatizados, hipotecados, por un confusionismo a ultranza con la correlativa pérdida de valores, hay que intentar recuperar para que las relaciones internacionales puedan regirse, hasta donde sea posible, por la ética y por la filosofía política moral, donde el humanismo y su traducción directa en los respetos humanos, debería de ocupar sin duda el primer nivel que corresponde.
En el mundo de hoy y de continuidad previsible, semi regido por una tripolaridad imperfecta, casi de imposible equilibrio, sin que el multilateralismo se aproxime siquiera a fase de despegue, e implantada la globalización en una desaforada carrera a la búsqueda de acuñar la marca nacional mercantil en los más recónditos parajes, en ese neotérico orden de las leyes asépticas económicas con su valor-guía de la deshumanizada rentabilidad, aunque asimismo, ciertamente de una ética supranacional en ascenso, España tiene que intervenir más. Y mejor.
No habrá necesidad de recordar, aunque quizá sí de alertar sobre su cronicidad, acerca del papel de España en el panorama internacional, borrada prácticamente de los centros decisorios del poder; con insuficiente presencia en las instituciones mayores y menores; instalada en una diplomacia de subsistencia, catalogada invariablemente como receptora de fondos comunitarios; sin avanzar ni un ápice, más bien retrocediendo en nuestros contenciosos, ignorantes los gobiernos de que hasta que no resuelva o al menos encauce adecuadamente su en verdad complicado expediente de litigios territoriales, no habrá normalizado su situación en el concierto de las naciones, como reitero siempre hasta el punto de haberlo elevado a máxima diplomática; sin alianzas exteriores significativas más allá del común atlantismo occidental… Resulta inocultable, en esta síntesis de urgencia, no ya la incapacidad de Madrid para celebrar la prevista reunión de alto nivel con el vecino del sur teóricamente desbloqueadora de la situación, sino que el presidente de Estados Unidos no haya tenido tiempo de saludar a Sánchez, como tanto se ha citado, tras tres meses de su toma de posesión, dear Tony Blinken, lend us a hand.
Todo ello parece ser así. Pero no es menos cierto que además de siempre fuertes en la indisoluble vertebración iberoamericana, ese sobresaliente, casi colosal lobby todavía pendiente de articulación operativa, somos el cuarto país de la Unión Europea, con todo lo que ambas connotaciones ontológicas comportan, lo que nos faculta, y nos obliga, y más desde nuestra historia, desde nuestra consecuente responsabilidad, desde nuestras inmensas potencialidades hasta cierto visible grado desaprovechadas, para revertir, para intentar corregir las anomalías de nuestro accionar internacional, donde sin pretensiones ilusorias hay al menos dos capítulos con entidad propia que de la mano del humanismo, más las dosis correspondientes presupuestarias y de sentido común, es decir, con realismo y posibilismo, permitan llevar a cabo una diplomacia secundum artem.
Dos frentes que facultan para sacar adelante una política exterior solidaria, no fácil pero de prestigio, concepto y vocablo hoy un tanto desusados por no decir anacrónicos, arropada en ambos casos por una opinión pública con sensibilidad y madurez creciente en asuntos exteriores. Constituyen las dos caras de la misma moneda en la dialéctica con los menos desarrollados, y en el caso español resultan acuciantes, requiriendo un tratamiento con vocación de acierto ya impostergable. Y sobre todo y a los efectos de nuestras consideraciones, abren sugerentes expectativas siempre en la estela del humanismo, que les es plenamente aplicable en su atingencia. Esos dos grandes retos son la inmigración y la cooperación.
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