DIPLOMACIA | Los contenciosos diplomáticos españoles: a la búsqueda de la ortodoxia.


ECS. Madrid.

Ángel Ballesteros. Diplomático y autor español.

Llevo mucho tiempo citando dos axiomas míos, uno político y otro diplomático, que constituyen una diarquía básica en el accionar nacional: “A pesar de contar con unas credenciales impresionantes o quizá por eso mismo, España a veces parece tener más dificultades que otros países similares no ya para gestionar sino incluso para definir y hasta para identificar, para localizar el interés nacional”. Y en política exterior, lo que es casi una ley si no matemática desde luego que sí diplomática: “Hasta que España no resuelva o al menos encauce adecuadamente su en verdad harto complicado expediente de litigios territoriales, no normalizará como corresponde su posición en el concierto de las naciones”.

Esa doctrina, esa ley diplomática, emerge crecientemente incuestionable, irrebatible, refulgente, impulsada por los principios, por su propia entidad y por una opinión pública ya madura en constante incremento, en demanda de su puesta en vía de despegue, por activa, el Sáhara Occidental y Ceuta y Melilla, y por pasiva, Gibraltar, o a la inversa si se prefiere, del final de cuestión tan cardinal, histórica e irresuelta, que no irresoluble.

Más allá del plano declarativo, tal diarquía se vertebra, debería de vertebrarse, en un organismo coordinador para su debido, más ágil tratamiento, (y más aconsejable si se incluyen lo que en mi clasificación, no discutida, llamo diferendos, un especie de contenciosos menores, Islas Salvajes, Olivenza y Perejil) desde donde pueda proyectarse asimismo la función del profesional, su doble labor, hacia su país, en la defensa del interés nacional, y “ad gentes”, a la búsqueda de la armonía comunitaria, internacional. Sólo una vez se estuvo cerca de una oficina para los contenciosos (antes asistí al final de un intento con Fernando Morán, aquel ministro a veces ridiculizado con chanzas “generalmente de origen infantil”, según De la Cierva, y despedido por la puerta de atrás, de un Comité del Estrecho, donde yo me integraría con media docena de diplomáticos y militares, pero se anuló, quedó nonato, al parecer porque el asunto, secreto, se filtró en un periódico, creo recordar que de Melilla). “La crearemos cuando yo sea ministro” me dijo Moratinos sobre mi propuesta de establecer un centro que permitiera tratar correctamente nuestras principales controversias, caracterizadas por estar tan entrelazadas que se tira del hilo de una en esa especie de madeja sin cuenda y aparecen inevitable, automáticamente las otras dos. Pero cuando fue ministro no se hizo: “es un tema con una sensibilidad enorme para cualquier político”, justificó el entonces titular de Santa Cruz, hoy al frente de la Alianza de Civilizaciones, y el ministro con más alta entrega a los contenciosos, de lo que doy fe.

Tras tantos años sin avanzar prácticamente ni un ápice en tamaño tema, y sin cosechar otra cosa que la indisimulada deserción de buena parte de mis lectores y oyentes, aunque con el respaldo desde más de una instancia conocedora así como el aliento de los buenos amigos desde Gibraltar hacia abajo, lo único que puedo hacer es practicar la técnica de la coyuntura y aprovechar cualquier incidencia para volver a la carga a la búsqueda de la ortodoxia, “fija la fe” que diría Foxá, en el cumplimiento del deber. Del doble deber, hacia España y “ad gentes”, vuelve a precisarse en buen profesional, sana cláusula cautelar ante algún que otro/a quizá menos versado/a en la materia, de quienes han venido rigiendo Asuntos Exteriores y cuya actuación hoy parece estar alcanzando cuotas preocupantes. Su Política Exterior para el 2021/24, o algo así, ha sido tildada por dos de nuestros intelectuales diplomáticos con mayor dedicación, aparte de jubilados, los que les facilita la consecuente independencia en el análisis, y mientras Melitón Cardona lo califica de “vacua inanidad” o al revés que es lo mismo, y para no ser tan parco en la transcripción, se añade su “España está siendo gobernada por un conglomerado de ineptos sin parangón en nuestra historia”, mientras que José Antonio Yturriaga tras mantener que “sus ejes básicos son generalidades y declaración de intenciones carentes del contenido que debería tener”, concluye que “España se encuentra al borde del abismo económico, social y político por la incompetencia y demagogia de su Gobierno”.

Centrándonos en los contenciosos, la coyuntura que nos ha facultado para volver sobre ellos ha sido el reconocimiento norteamericano de la soberanía marroquí sobre el Sáhara, más el prudente recordatorio de Ignacio Cembrero sobre “la proximidad, hacia principios del verano, de una previsible nueva crisis con el vecino del sur, por la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE que debe de pronunciarse sobre si anula los acuerdos de asociación y pesca entre la Unión Europea y Rabat, que incluyen de nuevo al Sáhara Occidental”.

En Ceuta y Melilla, nuestro contencioso más delicado y complicado, se constata lo que vengo denominando “la hipostenia de la posición y el animus españoles”, ahora ante las maniobras en aumento sostenido para la asfixia de las ciudades desde Rabat, en aras de su reivindicación histórica e imprescriptible. En buen profesional en defensa del interés nacional, he dejado claro que la posición alauita en vía onusiana, “donde pende desde 1976 como espada de Damocles sobre la cabeza del gobierno español hasta que a Rabat le interese reactivarla”, en la frase autorizada aunque un tanto efectista de Francisco Villar, que bien conoce la cuestión en su calidad de representante permanente español ante Naciones Unidas que fue, la teóricamente indicada más allá de la negociación bilateral, es decir, el Estatuto de Territorios No Autónomos, no garantizaría de manera plena a Rabat su recuperación. Antes bien; he llegado a argumentar en tanto asimismo que técnica disuasoria, que el moderno derecho internacional avalaría el sentimiento autonomista, de existir realmente: sus habitantes quizá se consideren ceutíes y melillenses antes que marroquíes o incluso prefirieran integrarse en España antes que en Marruecos.

Pero por otro lado, como buen profesional “ad gentes”, en defensa de los principios, de la concordia comunitaria, se impondría, si se quiere desde un enfoque académico/político, ir ponderando (uno de los errores de táctica hispánica es dejar a veces que las disputas se deterioren hasta extremos de difícil reconducción) el fundamento de la reclamación del vecino del sur en lo que valga, en lo que vale, porque nadie puede ni debe excluir su potencial para ir desnivelando progresivamente, aunque no para hoy ni para mañana cierto, el litigio hacia las tesis alauitas, “el tiempo, la historia, harán su obra” en la máxima de Hassan II, a quien recuerdo en aquellos calmos crepúsculos azules del añorado Rabat, pudiera ser que en principio catalogables como sólidas e incisivas, mientras que comparativamente las de Madrid se muestran afectadas por la citada hipostenia, sin que el gobierno parezca hacer demasiado según queja permanente aunque con eco no suficiente de ceutíes y melillenses. “Duraremos hasta que quiera el gobierno de turno”, me dejó escrito, a guisa de testamento político, un ilustre marino del lugar.

En el Sáhara Occidental, por el contrario, la salida a un drama que dura ya casi media centuria, parece visualizarse en el horizonte contemplable en virtud de la realpolitik, “incluso con sus dosis de contaminación” en la acuñación clásica de Kissinger, imperfecta en sí misma hasta por definición pero tanta veces instrumento clave en cuanto superador de determinadas incorrecciones de la política exterior y de evidentes insuficiencias del derecho internacional. La solución “política” onusiana de la controversia se agiganta diáfana con la formulación adoptada y aceptada, más allá del resto de su redacción que no es ciertamente para felicitar a los autores, empezando por aquello de una solución “justa”, claro, no va a ser injusta, y siguiendo por una retahíla inoperante por obvia, “duradera”, “mutuamente aceptable”, enunciada es de suponer que con carácter inercial, donde queda a salvo el plano multilateral para su resolución. Es de lamentar que el paso del tiempo haya ido privilegiando el dato de la efectividad sobre los principios, pero la situación es la que es y de ahí el recurso a la realpolitik, que en su aplicación final abonaría la partición, único modo, en apelación también a los derechos humanos, de salvaguardar la identidad de la población saharaui evitando la posibilidad de que se termine disgregando, del “una nación nace en el desierto” al “una nación desaparece en el desierto”, de englobarse en la autonomía, amplia, ofrecida por Rabat, y al mismo tiempo compatibilizarla con la soberanía marroquí, considerablemente más asentada tras el reconocimiento norteamericano e inmutable el tradicional apoyo galo.

Se deja una vez más constancia de mi disponibilidad para coadyuvar con Naciones Unidas y a fin de que España tenga mayor visibilidad tal que corresponde a su responsabilidad histórica, como le han pedido al gobierno desde más de una instancia cualificada. Qué dirían los internacionalistas españoles del XVI, cofundadores del derecho internacional al, como cito siempre con el honor que corresponde, quizá más noble de los títulos, la introducción del humanismo en el derecho de gentes, si vieran el desaguisado, el atolladero, en el obligado eufemismo, donde nos metieron los estrategas directivos del franquismo, sin que los sucesivos gobiernos, unos más y otros menos, llegaran a terminar de enmendarles la plana.

Hasta a título casi anecdótico, menor, Madrid se muestra desafortunado y tras incluirlo, no hace mucho, en el programa de las oposiciones a la carrera diplomática, se despacha con un cuarto de hora el tema número no sé cuántos “sin que se les demude la color”, en el que el sufrido aspirante lo tiene que compartimentar con el fin del Protectorado en Marruecos, con Guinea Ecuatorial y por si fuera poco hasta con Sidi Ifni, pero es que además, titula el apartado El conflicto del Sáhara Occidental. El Sáhara Occidental y ya está. Eso sí, al menos se ha incorporado, a diferencia de Ceuta y Melilla.

Y Gibraltar. El Memorándum de Entendimiento del fin del año pasado, tras algún episodio inédito y difícilmente explicable como el encuentro bilateral entre la titular de Exteriores y el ministro principal gibraltareño, no parece, en esta síntesis de urgencia, marcar para España el iter directo, más que iter casi un dédalo a causa de los recovecos, desviaciones y bifurcaciones que lo vienen jalonando, hacia la llave que pende de la puerta del castillo del pendón de Gibraltar. Hacia la recuperación de la integridad territorial, principio fundamental de las relaciones internacionales consagrado en la Carta de Naciones Unidas, rota por una colonia, para la ONU y ante la UE, la única que avanzando el siglo XXI hay en Europa (y hasta en zonas aledañas, nótese que el territorio no autónomo sujeto por tanto a descolonización más próximo, es el Sáhara Occidental). Al menos, si se juzga por los simbólicos hurrahs! en The Rock, que accede a Schengen ahora que Londres queda fuera por el Brexit, y que en alguna manera parecían evocar los aplausos que resonaron en Saint Paul hace lustro y medio, en la conmemoración del tercer centenario del tratado de Utrecht, “maravillosa obra de Señor” en la conceptuación de su artífice el vizconde de Bolingbroke. Claro que en la catedral londinense se ovacionaban las notas grandiosas del Jubilate Deo for the Peace of Utrecht, de Haendel, para solos, coros y orquesta…

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